
Pues bien, pensar las problemáticas referentes a estos procesos de simbolización exige la remisión a un momento de la vida psíquica que de ninguna manera podría ser correspondiente con los primeros tiempos de la vida biológica. He aquí un pequeño acercamiento:
A partir del asentamiento de lo pulsional cultivado por un otro adulto, algo nuevo se inscribe en el cachorro humano. Algo que desarticula la percepción natural y da cabida a una rearticulación en la medida que se fragmentan los objetos del mundo y se producen nuevas recomposiciones de carácter singular. Estas recomposiciones, que deben ser entendidas como producciones psíquicas en sentido lato, no son más que un esfuerzo por ligar de algún modo los estímulos ya devenidos excitación, permitiendo de esta manera, un reequilibramiento de la economía psíquica. De modo tal que la producción psíquica solo puede encontrar garantía a partir de la existencia de un plus de proveniencia exógena, cuya descarga absoluta se vuelva inalcanzable.
Este nuevo eslabón que se caracteriza precisamente por no reflejar de manera estricta la realidad exterior, aun cuando sea el efecto de ella, constituye las primeras creaciones simbólicas. A partir de ello, lo autoconservativo dejará de regir la vida del cachorro humano devenido sujeto psíquico, marcando de una vez y para siempre, una diferencia radical entre la naturaleza humana y la naturaleza animal.
La desarticulación con lo biológico que da fundamento a lo psíquico es el prerrequisito primordial para la adaptación cultural, en la medida que se pone en marcha el movimiento psíquico. Aun así, este primer nivel no es basto para organizar la realidad en un aparato que, hasta ahora, sólo puede corresponderse con un psiquismo soberanamente primitivo. Resulta necesario que estas primeras inscripciones que han sido desarticuladas de lo biológico, encuentren ahora nuevos modos de ligazón para no quedar sometidas a la repetición. Es aquí donde entran en juego ciertas articulaciones estructuradas que dan lugar a niveles más complejos de organización. El camino de la adaptación pasa ahora a ser reconstruido por el Yo que, a partir de la instalación de la represión originaria, da apertura a los procesos secundarios y a la instauración de una lógica –la temporalidad, la contradicción, la negación, etc.–.
Para el Yo, conocer el mundo implica poder representárselo de tal modo que sea insertado en una lógica discursiva concordante con los esquemas de relaciones que le son propios, dicho de otra manera, encontrar modos de ligazón organizados a partir de procesos secundarios.
En un tiempo segundo, la represión originaria creará alrededor del yo un territorio cercado en el cual el sujeto podrá situarse, y serán las estructuras discursivas del propio sujeto, operando al modo de enunciados lógicos, las que abrirán una articulación y una diferencia entre el yo y el preconsciente. El yo en tanto residuo libidinal de esas primeras relaciones tiene que ver con lo ligado, con el amor del otro, mientras que el preconsciente tendrá que ver con formas de estructuración y contrainvestimiento, y con organizaciones lenguajeras caracterizadas por la lógica formal al margen de los contenidos. (S. Bleichmar, 2008, pág. 339).
El preconsciente posibilita la organización lógica desde el lenguaje, pero esto no implica que detrás de un modo discursivo coherente se halle un sujeto implicado en aquello que se enuncia. La represión originaria, que establece la diferenciación entre los sistemas psíquicos y, por tanto, entre los procesos primarios y procesos secundarios, puede no afirmarse sobre las estructuras ligadoras que sostienen al sujeto, de manera que se tropiece de forma constante con una exposición al riesgo de derrumbe lo Yoico. O viceversa, que la incapacidad ligadora del Yo, imposibilite continuamente el establecimiento de articulaciones lógicas.
Factor esencial, este último, para alcanzar el punto al que se pretendía llegar: la posibilidad de que no se constituyan – o lo hagan de manera fallida – las articulaciones lógicas del proceso secundario y que no se instaure una diferenciación concreta entre los sistemas a partir de la represión primordial. De tal manera que podría establecerse un trastorno en la constitución de los procesos de pensamiento y de simbolización.
A diferencia de las dificultades para el aprendizaje – que suelen ser objeto de estudio para los maestros o psicopedagogos –, el trastorno en el funcionamiento de la inteligencia suele estar aparejado con demasiada frecuencia, a problemáticas graves en la estructuración psíquica. La existencia de una supuesta “inhibición intelectual” en niños que en la mayoría de los casos ingresan al prescolar o a la escolaridad, suele ser el único indicio que alerta a los padres de algún tipo trastorno. Aun cuando en algunos casos de psicosis infantil, pareciera existir un desarrollo intelectual normal o, incluso, asombroso – valga el ejemplo: niños muy pequeños que recuerdan todas las capitales del mundo, pero son completamente incapaces de usar los pronombres personales de manera adecuada –, este trabajo se abocará a aquellos donde existe un evidente déficit en los procesos de pensamiento y simbolización.
La prioridad del otro
Retornaremos a aquello que ha sido denominado como prerrequisito básico para la simbolización: cierta alteración que rompe con lo autoconservativo. El adulto es convocado por la cría humana a través de gritos y lloriqueos, la atención que éste brinda no se encuentra desarticulada con su sexualidad latente y el sistema semiótico que le es propio y es, por tanto, que con sus cuidados produce en la cría una mutación de energías, un plus de placer que parasita al cachorro humano. De manera tal que algo en la psiquis del niño queda trastocado, se inscribe algo nuevo que no encuentra resolución en la reducción de las tensiones autoconservativas, sino, que ahora, cada vez que la necesidad aflore, el lactante tenderá a reencontrar aquello que quedó inscripto y ligado a la autoconservación.
Ahora bien, la implantación de la sexualidad es requisito elemental, pero no suficiente. El cuidado, que está dirigido a garantizar la vida de la cría, se encuentra fundamentado en la representación del niño como un semejante – como un ser humano –. El niño es pensado por el adulto cuidador como una totalidad equivalente, pero distinta de sí mismo, de manera tal que instituye en la cría una propuesta identificatoria, aunque sin saberlo, basada en ciertas modalidades simbólicas de pensar al otro. El adulto, en la medida que le habla al niño, lo mima, le canta, lo mece, da apertura a recreaciones de un objeto – que no se corresponde con la cosa en sí misma, sino con una reconstrucción nueva – con características particulares, estableciendo así una serie de ligazones colaterales. Ligazones que constituirán el segundo prerrequisito para el lenguaje y la simbolización.
Este punto es esencial: el Yo, que tiene a su cargo los procesos de defensa y la capacidad ligadora, encuentra sostén en los modos de ligazón que son propiciados por la madre – o su sustituto –, quien favorece la organización cuántica y da apertura a las vías de simbolización. Sin otro adulto que dé apertura a las ligazones, el Yo jamás podría constituirse.
Una nueva acción psíquica
Recapitulando: La instalación del autoerotismo como elemento determinante de la existencia de una vida sexual y, en consecuencia, representacional. Factor fundamental que constituye el primer tiempo de la vida psíquica. El otro adulto parasita al niño de sexualidad, de manera tal, que quedan inscriptas en la mente de la cría humana una serie de huellas mnémicas que no conservan ubicación tópica, es decir, que no son de carácter consciente ni reprimidas, sino que se inscriben en “tierra de nadie”, en virtud de que no existe todavía clivaje tópico en el psiquismo incipiente del cachorro humano.
Estas inscripciones, que no son del orden de la naturaleza biológica en virtud de que se instalan a partir de la influencia de un otro, constituyen el origen de las primeras representaciones que darán luz al eje fundante de la simbolización. Estas primeras representaciones, entonces, deben encontrar vías de ligazón para no quedar sujetas a la repetición. En las fronteras de dichas ligazones comienza a instalarse el Yo.
Así, la simbolización constituye retranscripciones de algo que ingresó al aparato psíquico y lo modificó para siempre. El sistema semiótico que la cultura ofrece permite un reordenamiento de significaciones y trascripciones, donde algunos elementos quedarán simbolizados, pero a otros –representante de la pulsión– le será denegada su admisión. He aquí un segundo tiempo de la vida psíquica: la constitución de la represión originaria, la instauración del Yo y el sepultamiento de la sexualidad autoerótica.
La represión originaria, fundadora del clivaje tópico, adquiere entonces una función reequilibrante en el sentido que permite que el rehusamiento pulsional logre retranscripciones psíquicas, fijando el representante de la pulsión a lo inconciente y posibilitando, de esta manera, cierta estabilidad en el Yo.
A su vez, la existencia de un Yo debidamente organizado se vuelve vital para la constitución de la inteligencia y el lenguaje, debido a que toma a su cargo la existencia y autoconservación del sujeto y se presenta como continente de las representaciones y pensamientos. Pero, por sobre todo, toma a su cargo el interés por el conocimiento.
Entonces, en la medida que el Yo se constituye como una masa ligadora que unifica y da constancia a las experiencias aisladas, garantiza la existencia del sujeto en un medio de constantes cambios. Esta garantía de permanencia a través del tiempo y el espacio no podría ser dada si el Yo no operara bajos modos de procesamientos secundarios y bajo enlaces lógicos de temporalidad y espacialidad. Pero al mismo tiempo, la noción temporo-espacial sería insostenible sin la garantía de permanencia propiciada por el Yo.
De esta manera puede quedar establecida una relación de reciprocidad entre las categorías ordenadoras que son propias del preconsciente –como modo de funcionamiento de aquello que en el psiquismo está estructurado bajo formas de ligazón lógica– y el Yo – como la ligazón de articulaciones libidinales–.
El preconsciente posibilita la organización subjetiva a partir de un conjunto de articulaciones lógicas que operan a partir de estructuras discursivas. Pero para que esto suceda, resulta estrictamente necesario que la represión originaria, como eje fundante del clivaje tópico y diferenciador de los procesos primarios y secundarios, pueda asentarse sobre un conjunto de ligazones e investimentos yoicos que la sostengan.
De esta manera, para que el lenguaje se articule, resulta necesario que esté operando la represión primordial, que la pulsión haya sido reprimida, que se haya fundado un inconsciente en sentido sistemático y que los procesos secundarios y los procesos primarios se encuentren diferenciados.
Para reordenar y resumir. Han de precisarse tres factores para la “readaptación” del cachorro humano a la cultura: 1) La constitución de una “red” de investimentos libidinales que conforman el Yo, 2) La represión originaria debidamente instalada, que diferencia los sistemas psíquicos y 3) La constitución de la lógica enlazada a procesos secundarios. Ahora bien, todos estos requisitos fundantes – a los que debe sumarse la previa instauración de la sexualidad –, no son componentes de un desarrollo “evolutivo” del psiquismo, sino que, forman parte de una serie de factores que podrían o no, constituirse.
¿Dónde puede observarse, entonces, la instauración fallida de estos factores?
Por ejemplo:
Para que un niño pueda interesarse por los otros, primero debe poder ubicarse como una unidad diferenciada de lo demás. Sin embargo, como ya fue remarcado, si no existen objetos de referencia que ofrezcan cierta propuesta identificaría sobre la cual pueda ser construida una identidad Yoica, no sería posible consolidar una estructura que posibilite el emplazamiento de Yo en la tópica. De manera tal, que cada objeto pasaría a ser único, y es por esto que no habría posibilidad de armar categorías de oposición y diferenciación. Esto es precisamente lo que no da lugar al aprendizaje.
El niño puede ser capaz de hablar, conocer palabras – en tanto cosa – y repetirlas de manera sistematizada, aunque carente de sentido. De lo que sería incapaz, es de implicarse detrás de aquello que se pronuncia. Esto sucede porque sus palabras no están subjetivadas, no hay una unidad semejante al Yo detrás de lo que se dice.
Tampoco existiría la necesidad epistemofílica de apropiarse del mundo circundante. Puesto que, para que haya genuino interés por aprehender la realidad, debe existir un Yo que sea capaz de cualificar y significar los objetos del mundo exterior, pero al mismo tiempo, debe existir algo que trascienda y sea juzgado como ajeno al sujeto. Válgase, algo que se haya devenido ajeno es virtud de la represión originaria.
Pero no es en el simbolismo donde se halla el interés por el conocimiento, puesto que éste sólo tiende al reequilibramiento de la energía psíquica. La organización del espacio y de la temporalidad está determinado por la presencia de un Yo que se encuentra emplazado en un lugar y un tiempo. Está vinculado con la permanencia del ser, aun cuando pueda servirse de la lógica y los procesos secundarios.
La pulsión y el enigma
El último apartado del presente trabajo versa en rededor de una temática que concierne al psicoanálisis en su totalidad: la relación que existe entre la problemática abordada – en este caso, los trastornos relacionados con constitución del lenguaje y la inteligencia en las psicopatologías graves – y la pulsión. Una relación que no resulta fácil de denotar, incluso para el propio Freud.
Bien es sabido que el intento por definir aquello que motiva al sujeto psíquico a apoderarse y aprehender el mundo, resultó ser de gran complicación para este autor. La existencia de una supuesta pulsión epistemofílica deja entrever más huecos teóricos de los que pretende cubrir. Pues... ¿dónde hallaría su fuente somática una pulsión de estas características? Además, la idea de un impulso que mueva a la búsqueda de satisfacción en aquello que es externo al sujeto contradiría el carácter conservador de la pulsión, puesto que el autoerotismo no tiende al encuentro con un objeto exterior, sino, al reencuentro con lo ya existente. El interés del sujeto psíquico por comprender el medio que lo rodea debería hallarse en otro lado. Mas precisamente, en la incorporación de algo nuevo que permita la inclinación del interés libidinal hacia los objetos del mundo.
Es necesario dar cuenta de un primer eslabón: el reconocimiento del objeto como algo distinto al sujeto. Esta diferenciación sólo puede ser concebida en la medida de que se haya constituido una unidad. Es decir, existe lo diverso, porque no categoriza dentro de lo idéntico. Así, la existencia de un Yo es requisito fundamental para la aprehensión del mundo en la medida de que éste – el Yo – toma a su cargo lo autoconservativo.
Es aquí donde se presenta una importante diferenciación: el interés libidinal que en un principio tiende al reencuentro de lo ya conocido, a partir de la constitución del Yo se traspone hacia la búsqueda de aquello considerado como necesario de acuerdo a la lógica preconsciente.
Pero entonces, otra cuestión entra en vigencia: el Yo se constituye en base a la lógica de negación y oposición. A la vez que algo se incorpora, todo lo demás – lo reprimido – queda por fuera. El sujeto sólo se encuentra en el Yo. Todo aquello que forma parte del psiquismo, pero se encuentra en antagonismo al Yo, constituirá “lo extraño” o “lo ominoso”. El mundo exterior y el inconciente pasarán a formar parte de lo ajeno, de lo incognoscible, de lo que debe ser comprendido. Es aquí donde podría constituirse el verdadero origen de la llamada “pulsión epistemofílica”.
Entonces, para poder apropiarse del mundo, el sujeto debe ser capaz de delimitar y tolerar el enigma. Esto podría nunca constituirse. Una construcción sumamente precaria de un Yo [insuficientemente] fortalecido y la poca posibilidad de ligar los contenidos arcaicos, sumado a la instauración fallida de la represión originaria y, por ende, la incapacidad de establecer una lógica preconsciente, son factores determinantes que impiden la diferenciación y delimitación. De ser asi, no existirían posibilidades de discriminar un adentro y afuera, un antes y un después, un yo y un otro, por lo que resultaría aún más inalcanzable las posibilidades de establecer respuestas a un enigma como, por ejemplo, “¿de dónde vienen los bebes?”
Bibliografía:
Aulagnier, Piera: (2007) “La violencia de la interpretación” Buenos Aires: Amorrortu.
Bleichmar, Silvia: (2008) “En los orígenes del sujeto psíquico. Del mito a la historia”. Buenos Aires: Amorrortu.
---------------------: (1993) “La fundación de lo inconsciente. Destinos de pulsión destinos del sujeto”. Buenos Aires: Amorrortu.
---------------------: (2000) “Clínica psicoanalítica y neogénesis”. Buenos Aires:
Amorrortu.
---------------------: (2009) “Inteligencia y Simbolización”. Buenos Aires, Argentina:
Paidós.
---------------------: (1995) “Las condiciones de la identificación”. En Revista de la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados, Nro.21, Buenos Aires.
Freud, Sigmund: (1915) “Lo inconsciente”. Buenos Aires: Amorrortu.
---------------------: (1905) “Tres ensayos de teoría sexual”. Buenos Aires: Amorrortu.
---------------------: (1914) “Introducción del narcisismo”. Buenos Aires: Amorrortu.
Klein, Melanie: (1930) “La importancia de la formación de símbolos en el desarrollo del Yo” Buenos Aires, Argentina: Paidós.
Winnicott, Donald: (1962) “La integración del yo en el desarrollo del niño” En “Los procesos de maduración y el ambiente facilitador”, Cap. IV, Buenos Aires, Paidós, 1996
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