"En venta" por Aeropuerto literario

 


En venta

Caminaba por uno de los tantos pueblos que tiene el interior de la provincia más hermosa del país y pensaba en lo afortunado que me sentía por estar en ese lugar, siendo que poco tiempo atrás me encontraba encerrado entre las cuatro paredes de una oficina sin ventanas, con una pila de papeles por sellar y un montón de sueños que quedaban tan aplastados como aquellas hojas. Recorría las callejuelas de tierra dando pasos muy suaves y con la mirada contenta, como quienes saben que han ganado en su vida o, por lo menos, están ganando en ese momento. Había muchos puestos, diversos y coloridos, en los que se vendía de todo a los paseantes: ropa, adornos, artesanías y hasta perfumes caseros. No me atraía demasiado aquella feria, lo reconozco, ya que nunca fui propenso a las compras ocasionales, pero la paz que me colmaba el cuerpo me permitió observar cada uno de los productos que se ofrecían y valorarlos con amabilidad. El sol estaba en su esplendor pero bajo la sombra de los toldos se estaba muy bien, con una temperatura agradable y una suave brisa que un poco refrescaba las pieles. En cierto momento, mientras pensaba en María, como siempre, vi un puesto alejado en el que había una señora muy pequeña sentada, avejentada entre sus cientos de arrugas, con un pañuelo en la cabeza y nada en el mostrador. Me acerqué un tanto extrañado para saber qué hacía la mujer allí si no tenía nada visible en venta y tampoco estaba conversando con alguna otra persona, que también me llamó la atención, ya que toda la gente estaba vendiendo algo o hablando con alguien más. Cuando estuve cerca de ella, noté que con sus manos sostenía un cartel y ese cartel fue una cachetada a mi credulidad: “Vendo tiempo”, decía. Lo primero que imaginé al leerlo fue que aquella pobre mujer estaría loca de remate, totalmente desquiciada y que su única ocupación durante el día sería estar allí sentada y creer que formaba parte de aquel grupo feriante.

    —Buen día, joven. Recuerde beber agua porque hoy hace calor.

Le respondí con cortesía mientras me di cuenta de que, al pronunciar aquella frase, la señora estaba demostrando que tenía percepción de tiempo, que me había reconocido como alguien joven (o más joven que ella, por lo menos) y que tenía consciencia de que ese día hacía calor, con los consecuentes cuidados que hay que tener presentes. Por lo tanto, tan loca no estaba. No pude aguantar la curiosidad de preguntarle cómo era eso de vender tiempo, disculpándome si le faltaba el respeto con mi duda.

    —Así como lo lee, joven. Vendo tiempo.

Sí, eso estaba claro, así que volví a consultar acerca de los detalles, es decir, cómo se vende el tiempo, cómo me lo entregaría, cuánto podría ser el valor de aquello incalculablemente alto.

    —¿Le interesa el tiempo, joven?

Le respondí que sí.

    —¿Cuánto?

Esa fue una pregunta que no me gustó, pero quise seguir indagando. Le confesé que mucho, demasiado, que el tiempo era una obsesión para mí y que realmente estaba interesado en saber sobre la transacción. Asintió con la cabeza sin decir una palabra. Me exasperaba su tranquilidad y su hermetismo, ya que casi no había respondido ninguna de mis preguntas. Fortaleciendo mi tono, volví a consultarle sobre las condiciones de venta.

    —Eso lo sabrá cuando me lo compre. Le aseguro que se dará cuenta cuando lo reciba.

La odiaba, pero me había ofrecido el mejor producto que alguien como yo pudiera comprar y estaba al alcance de mi mano. Quizás era un guiño del destino, que después de escucharme pedir tiempo y de verme analizando de qué maneras hacer rendir más mi tiempo, mis días, mi vida, me estaba acercando aquello que regía mi existir. O quizás era una estafa, muy probablemente, pero ¿cómo podría resistirme a probar? Traté de disimular mi ira por la falta de respuestas de aquella mujer que en apariencia era adorable pero que encarnaba al mismísimo demonio y podía hacer enojar hasta al más pacifista de los que caminábamos por ahí, que era yo, sin lugar a dudas. Le pregunté, entonces, cuánto costaba el tiempo.

    —Usted podrá pagarlo.

Era una provocadora y presupuse que quería hacerme fastidiar, quería dominarme, pero no lo conseguiría. Saqué mi billetera del bolsillo, la abrí e hice un gesto de ofrecérsela para que entienda que quería pagarle, pero esta vez sin hacerle la pregunta.

    —Cincuenta dólares.

Fue la única precisión que me dio y me hizo un ruido estremecedor: si realmente me iba a vender tiempo, era muy barato; si era una estafa, era muy caro. Me dolía arriesgarme a perder cincuenta dólares y por un momento maldije mi suerte, protesté por estar haciendo ese viaje y haber tenido que encontrar a aquella anciana que ahora me había puesto entre la espada y la pared. ¿Iría tras mi sueño por cincuenta dólares? ¿Me atrevería a quedar como un estúpido si todo aquello fuera mentira? Medité lo más rápido que pude y, finalmente, le entregué el dinero que me había pedido. Ella lo tomó con una mano e hizo un ademán con la cabeza como agradeciendo mi confianza. Nos quedamos callados ambos durante unos minutos, mirándonos mutuamente: yo esperando que ella me entregara algo o me diera alguna clave, alguna señal, y ella esperando que yo me fuera para dejarle el lugar a otros potenciales clientes, que hasta el momento no había. Harto, totalmente impacientado y con cincuenta dólares menos en mi billetera, le exigí que me dijera qué hacer, cómo recibir el producto o dónde lo encontraría.

    —Ya se lo di.

Respiré profundo para no insultarla. Le pedí que me repitiera lo que había dicho.

    —Ya le vendí mi tiempo, señor. Hace quince minutos que está aquí hablando conmigo. Yo vendo tiempo, mi tiempo.

Abrí muy grandes los ojos hasta casi desorbitarlos y le exigí que me explicara de inmediato lo que estaba sucediendo.

    —Cada quien le da a su tiempo el valor que considera. Estoy segura de que, a partir de hoy, usted valorará más su tiempo. Eso es lo que le vendí.


Fue la única vez que no me estafaron al realizar una compra callejera. Y, a decir verdad, cincuenta dólares por una lección de vida es un precio muy barato.


Por Aeropuerto literario

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